
Recuerdo mi infancia viendo a padres y, sobre todo, madres, pasar lo que llamaban crisis de los 40 de una forma traumática para ellos mismos y los que les rodeaban. Lo recuerdo con miedo, o al menos, ansiedad.
Recientemente he cumplido los 40 y he pasado por una crisis, sí, pero muy muy diferente.
Me convertí en madre por primera vez cuando me embaracé con 34 años de edad. Aquel bebé nunca llegó a nacer, pero soy de la opinión de que eres madre cuando lo sientes, y yo lo sentí con aquella primera prueba de embarazo. Mi primera hija nació cuando yo tenía 35 años, y mi segunda, 3 años después.
Los primeros años fueron bastante movidos con varias cirugías de por medio, hasta que me hice con la logística de ser madre, y con las emociones que trae consigo. Cogí excedencia con ambas maternidades, de un año cada una, y tras la primera volví a trabajar como un zombi, y sin pensarlo. Volví porque era lo que había que hacer, lo que todo el mundo hacía. La inercia.
Sin embargo, tras la segunda maternidad me di cuenta de que el mundo seguía igual, pero yo había cambiado, y mucho.
Se me hizo muy cuesta arriba volver a ese mundo de oficina, de hombres (hombres, digo, a nivel directivo, y mujeres a nivel “currito”, pero un mundo hecho por y para hombres), de prisas, de estrés, de cansancio, de monotonía, de individualismo, de falta de empatía por el mundo y por otros, y falta de humanidad. Vi enfermedad a mi alrededor, y rápidamente tomé conciencia en que no era ese ya mi lugar. Que ni la estabilidad del puesto, ni el sueldo podían ser los motores de mi vida. Que, visto desde fuera, ese era el momento de cambiar de rumbo y de prioridades.
No fue fácil que mi entorno entendiera la razón de dejar un trabajo estable con buen sueldo, con dos niñas y dos hipotecas bajo mi ala. Pero sabía que, si no hacía ese cambio, me hundiría en el mismo agujero en que veía a los demás. Y, lo peor de todo, es que lo haría sin darme cuenta durante mucho tiempo, hasta que ya fuese demasiado tarde.
No te voy a engañar. Las crisis no son fáciles; pero sí son necesarias. Son el previo al cambio. No es fácil el camino. Cambiar el rol de “ser mandada” por ser tú quien lo haces todo. Tú te motivas, tú te pones objetivos, tú te criticas, tú te gestionas tu tiempo. Pero siempre merece la pena.
En mi caso, el ajuste de presupuesto solo ha traído ventajas. Hemos aprendido, sobre todo yo, a priorizar, a ser más minimalista, a valorar lo que ya tenemos y no buscar lo que no tenemos, y lo más importante, a dar ejemplo a nuestras hijas de que el valor real está lejos del materialismo. Y ellas lo ven, y poco a poco se van formando en la empatía, la generosidad, la consciencia.
Te invito, si no lo has hecho ya (o incluso si lo has hecho puede que hacerlo de nuevo te favorezca), a hacer una auditoría interna de tu vida. Tus valores, tus prioridades, si tu situación actual es lo que quieres, tus metas, tus sueños. Y si no lo son, comienza a trazar el cambio. Siempre de forma realista, pero no lo dejes para mañana. ¡Comienza hoy mismo con una sonrisa, y a ver qué resultado te da!
La nueva crisis de los 40 es la crisis del cambio, de la nueva maternidad, del emprendimiento, de coger al toro por los cuernos, de decir basta a los estereotipos, de ignorar el qué dirán, de valorarte a ti mism@ y a tus poderes, que son sobrehumanos, y de coger las riendas de tu propia vida.
“Cuanto mayor es la crisis, al parecer, más rápida es la evolución.”
Elizabeth Gilbert